¿Qué había detrás de esa taza de café? Sí, lo declaro a viva voz: Todos los días esperaba con ansias (y con alegría interna) el café de la mañana. Señor, por favor, un cappuccino sin azúcar. Gracias. Era la combinación exacta de café expreso, leche calentada al vapor y leche con espuma, que concluía para mi delicia con el sabor de un muffin.
Ese acto, ese objeto convertido en ritual, llegó a representar un espacio único, un instante donde lo imposible fue posible, donde mi creatividad tuvo tierra y cielo suficientes para emprender el vuelo. Ese café de la mañana fue, definitivamente, la traducción perfecta del primer impulso, de mis ganas iniciales, del deseo inquebrantable de comerme el mundo bocado a bocado.
Aunque no deba, aunque no tenga estómago, hoy lo extraño.
Ese acto, ese objeto convertido en ritual, llegó a representar un espacio único, un instante donde lo imposible fue posible, donde mi creatividad tuvo tierra y cielo suficientes para emprender el vuelo. Ese café de la mañana fue, definitivamente, la traducción perfecta del primer impulso, de mis ganas iniciales, del deseo inquebrantable de comerme el mundo bocado a bocado.
Aunque no deba, aunque no tenga estómago, hoy lo extraño.
Y Madrid me lo recuerda. Es que Madrid tiene la gracia de ser uno de esos lugares donde uno puede revivir cada uno de los mejores momentos. Donde transitas por La Gran Vía, tomas un tinto de verano, vas a Atocha, recorres el Museo Reina Sofía en sus nuevas y antiguas instalaciones y se te aparece el Guernica, te sorprende Miró y te remueve Bretón o Dalí con sus sueños surrealistas.
O tan sencillo como que, en Madrid, te provoca mirar el reloj de otra manera, a otro ritmo. Así, no encuentras problema en cerrar los ojos, una y otra vez, para detener el tiempo y transformarlo todo en una simple sonrisa. Ese gesto que ahora confirma el divertido desafío de esta nueva forma de vivir.